martes, 9 de agosto de 2011

Una noche con Michael


Aquella noche todo era como las demás noches, el joven Michael caminaba por la calle borracho, cantando, sin preocuparse por el examen de biología del día siguiente, dándole patadas a las latas que lanzaba con precisión contra las ratas y los gatos que encontraba a su paso, despreocupadamente se metía por los callejones donde los vagabundos lo observaban con sus caras tristes y demacradas intentando dormir un poco para afrontar la vida de la manera que fuera.


Michael seguía su rumbo cantando y sin mirar atrás, entonces se paró en seco, una iglesia se encontraba ante él, majestuosa y tétrica a la vez, bañada por la negra noche, majestuosa y hermosa a la vez, el joven se sintió atraído por la belleza de la iglesia y decidió entrar en silencio, ya no cantaba, ya no reia, la botella de licor la había dejado en la puerta, tumbada, el interior de la botella caía por las escaleras de la iglesia como si de unas cataratas se tratase.


El joven entró en silencio, la iglesia estaba a oscuras, tan solo la suave luz de las velas iluminaba el altar, sobre este una imagen de Cristo crucificado, a Michael le parecía tan real que se quedo mirándolo casi sin respirar. La sangre del Cristo de la estatua era tan real que parecía que la estatua sangraba de verdad, y en los ojos se veían lagrimas de tristeza, no de dolo sino de pena, Michael se sentó en un banco con los ojos cerrados, meditando, sorprendido por el realismo de la estatua y por esa roja sangre que caía por el cuerpo de esta y goteaba en el suelo dejando la alfombra blanca como la nieve con una pequeña marca de impureza.

Michael se acercó a la estatua y puso su mano en el tórax de Cristo, rápidamente la apartó al darse cuenta de que la sangre era real.

Retrocedió tres o cuatro pasos antes de notar un aliento gélido en su cuello, luego un pinchazo como el que se siente cuando te clavan una aguja en el cuello, de ese pinchazo unas gotitas de sangre se escabulleron por su cuello cayendo por su camisa blanca, el pinchazo cesó y Michael se desplomó al suelo con los ojos cerrados, seco, sin sangre. La persona que estaba a su espalda esbozó una sonrisa, sus labios conservaban aun la sangre de Michael, y abandonó la iglesia por la puerta principal.

En el altar el Cristo seguía llorando

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